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jueves, 2 de diciembre de 2010

LOS DIABLOS DEL DIABLO

LOS DIABLOS DEL DIABLO
EDUARDO GALEANO

Ésta es una modesta contribución a la guerra del Bien contra el Mal. El autor aporta algunos identikits que nos ayudan a identificar Olos diversos rostros del Príncipe de las Tinieblas. En esta muestra sólo figuran los demonios de más larga duración, que desde hace siglos o milenios siguen activos en el mundo.

El Diablo es musulmán.
Ya el Dante sabía que Mahoma era terrorista. Por algo lo ubicó en uno de los círculos del Infierno, condenado a pena de taladro perpetuo. "Lo vi rajado", celebró el poeta en La divina comedia, "desde la barba hasta la parte inferior del vientre...".
Más de un Papa había comprobado que las hordas musulmanas, que atormentaban a la Cristiandad, no estaban formadas por seres de carne y hueso, sino que eran un gran ejército de demonios que más crecía cuanto más sufría los golpes de las lanzas, las espadas y los arcabuces.
En tiempos actuales, los misiles fabrican muchos más enemigos que los enemigos que destripan. Pero, ¿qué sería de Dios, al fin y al cabo, sin enemigos? El miedo manda, las guerras comen miedo. La experiencia prueba que la amenaza del Infierno es siempre más eficaz que la promesa del Cielo. Bienvenidos sean los enemigos. En la Edad Media, cada vez que tambaleaba el trono, por bancarrota o furia popular, los reyes cristianos denunciaban el peligro musulmán, desataban el pánico, lanzaban una nueva Cruzada y santo remedio. Ahora, hace un ratito nomás, George W. Bush ha sido reelecto presidente del planeta gracias a la oportuna aparición de Ben Laden, el Satán mayor del reino, que en vísperas de la elección anunció, desde la tele, que iba a comerse a todos los niños crudos.
Allá por el año 1564, el demonólogo Johann Wier había contado los diablos que estaban trabajando en la Tierra, a tiempo completo, por la perdición de las almas cristianas. Había siete millones cuatrocientos nueve mil ciento veintisiete, que actuaban divididos en setenta y nueve legiones.
Muchas aguas hirvientes han pasado, desde aquel censo, bajo los puentes del Infierno. ¿Cuántos suman, hoy día, los enviados del reino de las tinieblas? Las artes de teatro dificultan el conteo. Estos engañeros siguen usando turbantes, para ocultar sus cuernos, y largas túnicas tapan sus colas de dragón, sus alas de murciélago y la bomba que llevan bajo el brazo.
El Diablo es judío.
Hitler no inventó nada. Desde hace dos mil años, los judíos son los imperdonables asesinos de Jesús y los culpables de todas las culpas.
¿Cómo? ¿Que Jesús era judío? ¿Y judíos eran también los doce apóstoles y los cuatro evangelistas? ¿Cómo dice? No puede ser. Las verdades reveladas están más allá de la duda y no exigen más evidencia que su propia existencia. Las cosas son como se dice que son, y se dice porque se sabe: en las sinagogas el Diablo dicta clase, y los judíos están desde siempre dedicados a profanar hostias y a envenenar aguas benditas. Por ellos han ocurrido las bancarrotas económicas, las crisis financieras y las derrotas militares; son ellos quienes han traído la fiebre amarilla, la peste negra y todas las pestes.
Inglaterra los expulsó, sin dejar ni uno, en el año 1290, pero eso no impidió que Chaucer, Marlowe y Shakespeare, que nunca habían visto un judío, fueran obedientes a la caricatura tradicional y reprodujeran personajes judíos según el molde satanísimo del parásito chupasangre y el avaro usurero.
Acusados de servir al Maligno, estos malditos anduvieron los siglos de expulsión en expulsión y de matanza en matanza. Después de Inglaterra, fueron sucesivamente echados de Francia, Austria, España, Portugal y numerosas ciudades suizas, alemanas e italianas. Los reyes católicos, Isabel y Fernando, expulsaron a los judíos, y también a los musulmanes, porque ensuciaban la sangre. Los judíos habían vivido en España durante trece siglos. Se llevaron las llaves de sus casas. Hay quienes las tienen todavía. Nunca más volvieron.
La colosal carnicería organizada por Hitler culminó una larga historia de persecución y humillación.
La caza de judíos ha sido siempre un deporte europeo.
Ahora los palestinos, que jamás lo practicaron, pagan la cuenta.
El Diablo es mujer.
El libro Malleus Maleficarum, también llamado El martillo de las brujas, recomendaba el más despiadado exorcismo contra el demonio que lleva tetas y pelo largo.
Dos inquisidores alemanes, Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, lo escribieron, por encargo del Papa Inocencio VIII, para hacer frente a las conspiraciones demoníacas contra la Cristiandad. Se publicó por primera vez en 1486, y hasta fines del siglo XVIII fue el fundamento jurídico y teológico de los tribunales de la Inquisición en varios países.
Los autores sostenían que las brujas, harén de Satán, representaban a las mujeres en estado natural: "Toda brujería proviene de la lujuria carnal, que en las mujeres es insaciable". Y demostraban que "esos seres de aspecto bello, contacto fétido y mortal compañía" encantaban a los hombres y los atraían, silbidos de serpiente, colas de escorpión, para aniquilarlos. Los autores advertían a los incautos: "La mujer es más amarga que la muerte. Es una trampa. Su corazón, una red, y cadenas sus brazos".
Este tratado de criminología, que envió a miles de mujeres a las piras de la Inquisición, aconsejaba someter a tormento a todas las sospechosas de brujería. Si confesaban, merecían el fuego. Si no confesaban, también, porque sólo una bruja, fortalecida por su amante el Diablo en los aquelarres, podía resistir semejante suplicio sin soltar la lengua.
El Papa Honorio III había sentenciado que el sacerdocio era cosa de machos: "Las mujeres no deben hablar. Sus labios llevan el estigma de Eva, que perdió a los hombres".
Ocho siglos después, la Iglesia católica sigue negando el púlpito a las hijas de Eva.
El mismo pánico hace que los musulmanes fundamentalistas les mutilen el sexo y les tapen la cara.
Y el alivio por el peligro conjurado mueve a los judíos muy ortodoxos a empezar el día susurrando: "Gracias, Señor, por no haberme hecho mujer".
El Diablo es homosexual.
Desde 1446, los homosexuales marchaban a la hoguera en Portugal. Desde 1497, los quemaban vivos en España. El fuego era el destino que merecían estos hijos del Infierno, que del fuego venían.
En América, en cambio, los conquistadores preferían arrojarlos a los perros. Vasco Núñez de Balboa, que a muchos emperró, creía que la homosexualidad era contagiosa. Cinco siglos después, escuché decir lo mismo al arzobispo de Montevideo.
Cuando los conquistadores asomaron en el horizonte, sólo los aztecas y los incas, en sus imperios teocráticos, castigaban la homosexualidad; y con pena de muerte. Los demás americanos la toleraban, y en algunos lugares la celebraban, sin prohibición ni castigo.
Esta provocación insoportable debía desatar la cólera divina. Desde el punto de vista de los invasores, la viruela, el sarampión y la gripe, pestes desconocidas que mataban indios como moscas, no venían de Europa sino del Cielo. Así Dios castigaba el libertinaje de los indios, que practicaban la anormalidad con toda naturalidad.
Ni en Europa, ni en América, ni en ningún lugar del mundo se ha llevado la cuenta de los muchos homosexuales condenados al suplicio o a la muerte por el delito de ser. Nada sabemos de los tiempos lejanos, y poco o nada sabemos del ahora nomás.
En la Alemania nazi, estos "degenerados culpables de aberrante delito contra la naturaleza" estaban obligados a portar un triángulo rosado. ¿Cuántos fueron a parar a los campos de concentración? ¿Cuántos murieron allí? ¿Diez mil, cincuenta mil? Nunca se supo. Nadie los contó, casi nadie los mencionó. Tampoco se supo nunca cuántos fueron los gitanos exterminados.
El 18 de septiembre del año 2001, el gobierno alemán y los bancos suizos resolvieron "rectificar la exclusión de los homosexuales entre las víctimas del Holocausto". Más de medio siglo demoraron en corregir la omisión. A partir de esa fecha, pudieron reclamar indemnización los homosexuales que habían sobrevivido en Auschwitz y otros campos, si es que alguno quedaba todavía vivo.
El Diablo es indio.
Los conquistadores descubrieron que Satán, expulsado de Europa, había encontrado refugio en América.
En esas islas y orillas del mar Caribe, besadas día y noche por su boca llameante, habitaban seres bestiales que andaban en cueros, tal como el Diablo los echó al mundo; que rendían culto al sol, a la tierra, a las montañas, a los manantiales y a otros demonios disfrazados de dioses; que llamaban juego al pecado carnal y lo practicaban sin horario ni contrato; que ignoraban los diez mandamientos y los siete sacramentos y los siete pecados capitales; que no conocían la palabra pecado ni temían al Infierno; que no sabían leer ni habían oído hablar nunca del derecho de propiedad ni de ningún derecho; y que, por si todo eso fuera poco, tenían la costumbre de comerse entre ellos. Y crudos.
La conquista de América fue una larga y dura tarea de exorcismo. Tan arraigado estaba el Demonio en estas tierras, que cuando parecía que los indios se arrodillaban devotamente ante la Virgen, estaban en realidad adorando a la serpiente que ella aplastaba bajo el pie; y cuando besaban la Cruz no estaban reconociendo al Hijo de Dios, sino que estaban celebrando el encuentro de la lluvia con la tierra.
Los conquistadores cumplieron la misión de devolver a Dios el oro, la plata y las otras muchas riquezas que el Diablo había usurpado. No fue fácil recuperar el botín. Menos mal que de vez en cuando recibían alguna ayudita de allá arriba. Cuando el dueño del Infierno preparó una emboscada en un desfiladero, para impedir el paso de los españoles hacia la plata del Cerro Rico de Potosí, un arcángel bajó de las alturas y le propinó tremenda paliza.
El Diablo es negro.
Como la noche, como el pecado, el negro es enemigo de la luz y de la inocencia.
En su célebre libro de viajes, Marco Polo evocó a los habitantes de Zanzíbar: "Tenían boca muy grande, labios muy gruesos y nariz como de mono. Iban desnudos y eran totalmente negros, de modo que quien los viera en cualquier otra región del mundo creería que eran diablos".
Tres siglos después, en España, Lucifer, pintado de negro, entraba en carro de fuego a los corrales de comedias y a los tablados de las ferias. Santa Teresa de Jesús, que vivió combatiéndolo, nunca pudo sacárselo de encima. Una vez se le paró al lado, y era "un negrillo muy abominable". Y otra vez ella vio que le salía una gran llama roja del cuerpo negro, cuando se sentó encima de su libro de oraciones y le quemó los rezos.
Breve historia del intercambio entre África y Europa: durante los siglos XVI, XVII y XVIII, África vendía esclavos y compraba fusiles. Cambiaba trabajo por violencia. Los fusiles ponían orden en el caos infernal y la esclavitud iniciaba el camino de la redención. Antes de ser marcados, al hierro candente, en la cara o en el pecho, todos los negros recibían una buena salpicadura de agua bendita. El bautismo espantaba al demonio y metía un alma en esos cuerpos vacíos.
Después, durante los siglos XIX y XX, África entregaba oro, diamantes, cobre, marfil, caucho y café y recibía Biblias. Cambiaba productos por palabras. Se suponía que la lectura de la Biblia podía facilitar el viaje de los africanos desde el Infierno hacia el Paraíso, pero Europa se olvidó de enseñarles a leer.
El Diablo es extranjero.
El culpómetro indica que el inmigrante viene a robarnos el empleo y el peligrosímetro lo señala con luz roja.
Si es pobre, joven y no es blanco, el intruso, el que vino de afuera, está condenado a primera vista por indigencia, inclinación al caos o portación de piel. Y en cualquier caso, si no es pobre, ni joven, ni oscuro, de todos modos merece la malvenida porque llega dispuesto a trabajar el doble a cambio de la mitad.
El pánico a la pérdida del empleo es uno de los miedos más poderosos entre todos los miedos que nos gobiernan en estos tiempos del miedo, y el inmigrante está situado siempre a mano a la hora de acusar a los responsables del desempleo, la caída del salario, la inseguridad pública y otras temibles desgracias.
Antes, Europa derramaba sobre el mundo soldados, presos y campesinos muertos de hambre. Esos protagonistas de las aventuras coloniales han pasado a la historia como agentes viajeros de Dios. Era la Civilización lanzada al rescate de la barbarie.
Ahora, el viaje ocurre al revés. Los que llegan, o intentan llegar, desde el Sur al Norte, no traen ningún cuchillo entre los dientes ni fusil al hombro. Vienen de países que han sido exprimidos hasta la última gota de su jugo y no tienen la intención de conquistar nada más que algún trabajo o trabajito. Esos protagonistas de las desventuras coloniales parecen, más bien, mensajeros del Diablo. Es la barbarie lanzada al asalto de la Civilización.
El Diablo es pobre.
Se relamen mientras usted come, espían mientras usted duerme: los pobres acechan. En cada uno se esconde un delincuente, quizás un terrorista.
Los bienes de pocos sufren la amenaza de los males de muchos. Nada de nuevo. Así ha sido desde que dueños de todo no consiguen dormir y los dueños de nada no consiguen comer.
Sometidas a un acoso de miles de años, las islas de la decencia están acorraladas por los turbulentos mares de la mala vida. Ruge el oleaje, que obliga a vivir en alarma perpetua. En las ciudades de nuestro tiempo, inmensas cárceles que encierran a los prisioneros del miedo, las fortalezas dicen ser casas y las armaduras simulan ser trajes.
Estado de sitio. No se distraiga, no baje la guardia, no se confíe: usted está estadísticamente marcado, y a la corta o a la larga tendrá que sufrir algún asalto, secuestro, violación o crimen.
En los barrios malditos esperan, agazapados, mordiendo envidias, tragando rencores, los autores de su próxima desgracia. Son vagonetas, pelagatos, borrachos, drogadictos, carne de cárcel o bala, gentes sin dientes, ni camino, ni destino.
Nadie los aplaude, pero estos ladrones de gallinas hacen lo que pueden imitando, modestamente, a los maestros que enseñan al mundo las fórmulas del éxito. Nadie los comprende, pero ellos aspiran a ser ciudadanos ejemplares, como esos héroes de nuestro tiempo que violan la tierra, envenenan el aire y el agua, estrangulan salarios, asesinan empleos y secuestran países.
Eduardo Galeano.

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